Mañana de trabajo

Me despierto para empezar la jornada. No me creo que haya presentado la renuncia. No habrá nada o casi nada que hacer hoy. Hace ya bastante tiempo que tengo esas molestias, preocupaciones que no se van. Se traducen en dolor de barriga. El dolor nunca es fácil.
Me hablo a mí mismo y sé lo que me digo, de lo que hablo. Estoy deseando llegar a los demás. Arrojarme sobre ellos, que me salven. No quiero quedarme atrás. Ser ignorado. Me aterroriza. No sé qué más hacer por ser mejor de verdad. Por sentirme mejor. Me tengo que acostumbrar a aceptarme como soy. Es más difícil de lo que parece.
Todos los pensamientos son deseos. Todos los deseos son egoístas. Exigencias inmediatas, de inmediatez. Todos los deseos están en guerra permanente. No hay paz en los deseos. Hay muchos y muy diversos. Siempre se rechazan con violencia. A toda costa. Yo soy el resultado de esa lucha. Ya que estoy aquí, hablo. Los deseos, sobre todo producen tristeza, rabia, miedo.
No hay nada que satisfaga los deseos para siempre. Si llega a suceder, se satisfacen por un tiempo. Tengo que hablar así. Tiene que ser liberador. Algo en mí se resiste a creer que esta página es en vano, que es demasiado idealista. No lo acepto. No puedo negarme a mí mismo. Todo lo que hago es reafirmarme.
Tengo que vivir convencido de que nunca sabré si tengo un concepto demasiado alto de mí mismo, exagerado. Lo mismo que si es demasiado bajo. Todo lo que sé es que no me acepto y que no hay otra forma de seguir adelante. Estoy lleno de contradicciones y caprichos. El mundo es extraño a nuestra súplica y sufrimiento.
Esto no ha terminado. La lucha por estar mejor o estar bien. Tengo que intentarlo. No puedo resistirme. No puedo renunciar para apreciar. No es tan fácil. Todo lo contrario. La lucha no termina. Sólo a veces se oculta. No hay más remedio que luchar con uno mismo por dentro. No hay escapatoria ni escondite. Dejo notas sueltas, como el que da un alarido de impotencia.